Antonio Sitges-Serra |
La generalización de prestaciones sanitarias a pacientes terminales es utópica e indeseable
Por más que nuestros ciudadanos admiren la actitud prometeica y
aparentemente altruista de científicos y profesionales de la salud, el
mito del elixir de la vida eterna se parece cada vez más a un esperpento
ideológico en manos del lobi médico-industrial. El precio que estamos
pagando por haber duplicado nuestra esperanza de vida en los últimos 100
años es más alto de lo que cree el común de los mortales. La medicina
genera hoy un sinnúmero de enfermos crónicos, discapacitados,
dependientes, muchos de ellos terminales, como fruto de intervenciones
quirúrgicas mutilantes e ineficientes, cuidados intensivos difíciles de
justificar y quimioterapias desquiciadas. Una tercera parte de los
pacientes que mueren de cáncer se encuentran en ese mismo momento
recibiendo aún quimioterapia, generalmente carísima. Dos tercios de los
pacientes que han estado más de un mes ingresados en una uci fallecen
dentro de los dos años subsiguientes; en el caso de pacientes de más de
70 años, la mitad de los que sobreviven a la uci fallecen dentro de los
siguientes seis meses. De los pacientes operados de cáncer de páncreas o
de esófago, apenas el 15% supera los cinco años, periodo jalonado por
repetidas visitas, análisis, tacs y quimioterapia tóxica. Está, pues,
plenamente justificado el interés creciente que despierta la así llamada
medicina paliativa, especialidad no reconocida oficialmente cuyo
objetivo -más allá de la retórica humanista- es medicalizar la muerte,
consecuencia natural de la medicalización de la salud que ya padecemos y
que con el tiempo se agrava en detrimento de nuestro bienestar físico y
mental.
La medicalización de la salud representa una merma
sustancial de la autonomía individual y fomenta la irresponsabilidad
para con nuestros estilos de vida; merma de autonomía e
irresponsabilidad a las que nos ha conducido tanto paternalismo estatal y
tanta previsión social. Por mencionar solo algunas de sus dianas, el
embarazo, la alimentación, la menopausia, la sexualidad, nuestras manías
o el envejecimiento son considerados casi enfermedades que
precisan -según la corrección política vigente- un abordaje integrador e
interdisciplinar y un largo etcétera de memeces por el estilo. En vías
de agotarse los estados fisiológicos susceptibles de ser convertidos en
enfermedades potenciales, el ojo del huracán médico-farmacológico va a
pivotar pronto sobre la muerte y su entorno.
Nuestro sistema de
salud y las enfermedades asociadas a la longevidad generan tal cantidad
de pacientes candidatos a ser tratados paliativamente que la ministra Pajín
se ha puesto las pilas y nos promete una ley que asegura el derecho de
todo ciudadano a que los médicos se ocupen de él hasta la muerte. Eso
sí, la palabra tabú ha desaparecido del proyecto de ley, donde se
redefine la muerte como «el proceso final de la vida», y como tal,
susceptible de ordenación jurídica, de medicalización y de
institucionalización. Al parecer, la redefinición de la muerte como
proceso soslaya la incomodidad de habérselas con la eutanasia o con el
suicidio asistido. La ley, se dice, evitará el ensañamiento terapéutico,
pero ignora que tal ensañamiento forma parte de una cultura muy
extendida entre los médicos y también entre pacientes y familiares, a
los que les asiste el derecho a exigir atención médica hasta el último
suspiro.
La generalización de prestaciones sanitarias a los
pacientes terminales -y todos lo seremos un día u otro- es una utopía y,
como tantas otras prestaciones sociales anunciadas y luego disipadas,
irrealizable so pena de asestar un duro golpe a los ya exiguos recursos
de nuestra sanidad pública, que apenas si alcanzan para cuidar a los
vivos. La ley en proyecto incluye un párrafo en el que se lee que cada
paciente en agonía podrá disfrutar de «habitación de uso individual
durante su estancia». ¿Cómo es posible tal desconexión de la realidad en
un momento en el que se están cerrando cientos de camas hospitalarias y
los cirujanos no podemos ni dar fecha de intervención a pacientes que
aún tienen opción de curarse?
Créanme, la muerte dulce -como
tantos otros aspectos de nuestra salud- debería pasar a ser
responsabilidad nuestra y de nuestros allegados; y cuanto más lejos del
hospital, mejor. Así que, dependiendo de qué diagnóstico le den los
médicos, siga mis consejos: deje inmediatamente las pastillas del
colesterol (si no las había dejado ya antes), váyase a casa y aprenda
cuatro ideas básicas de farmacología que tan útiles le van a ser llegado
el caso de que necesite alguna ayuda de este tipo. No es más difícil
manejar las benzodiacepinas o la morfina que aprender a conducir o jugar
a la bolsa. Vuelva a sus hobbies, retome las adicciones
razonables que algún médico bien intencionado le prohibió en su momento y
disfrute de los alimentos que aún le apetezcan. Y cuando llegue el
momento de partir, escuche su música preferida y abra de par en par la
ventana de la habitación individual de su casa: el aire fresco le
sentará bien y la paloma que abandone su pecho encontrará la salida más
fácilmente. Catedrático de Cirugía de la UAB.
El Periodico, 14 de setembre de 2011- Arxiu PDF
El Periodico, 14 de setembre de 2011- Arxiu PDF
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